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Happy House


Me insistió en que teníamos que juntarnos a mirar el puente desde su ventana, porque parecía un cuadro de Brueghel. Era una excusa simpática, refinada y poco esforzada que, de seguro, yo iba a aceptar.


«Ves que parece un cuadro de Brueghel… O sea, Brueghel nunca pintó un cuadro pero…», se entiende, asentí. Se veía el puente desde una perspectiva tan amplia que podía compararse su tamaño en relación con otros puentes que no eran tan cercanos. Y, efectivamente, las pocas personas que lo cruzaban, arropadas y con paraguas de manera preventiva, parecían los típico muñequitos de Brueghel. «Son pesimistas», me dijo, «No va a llover, acá nunca llueve». Puso un disco de Siouxie.


It never rains

We’ve come to scream in the happy house

We’re in a dream in the happy house

We’re all quite sane


Estaba a punto de llover: las nubes oscuras, que uno imagina cargadas de agua como si fuesen esponjas flotantes, se sumaban al viento tibio que incita a ponerse un chaleco que nos haga parecer insignificantes. Yo tenía mi chaleco verde botella y ella un polerón de idéntico color. De hecho, reparó en la coincidencia de colores antes de ubicarnos en la terraza que ampliaba aún más la perspectiva de vista para el infinito cuadro de Brueghel que nos recibía. «Brueghel tampoco pintó lluvia», me dijo con confianza, algo que dudé inmediatamente. Recordé el cuadro de Brueghel en que aparecen unos ciegos cayendo a un pozo. El agua salpicada me hizo pensar en que quizá eso era lluvia. Pero no la iba a contradecir: ya me había presumido que su tesis de maestría fue sobre Brueghel. «Brueghel, el viejo», añadía cada vez. Además me gustaba que la seducción se mantuviese en un nivel intelectual.


«Hace unos días tuve un sueño, poco antes de conocernos», me enfatizó con las cejas. Me hizo una breve síntesis de su más reciente relación antes de contarme el sueño. «Se llamaba Olympia, era antropóloga. Le gustaba mucho la vista desde aquí. De hecho ella me acompañó en todo el proceso de Brueghel, el viejo», dijo triste antes de terminarse su copa de vino y limpiarse los labios con la manga de su polerón. La manga quedó levemente manchada con su lápiz labial que era morado claro. No le dije nada porque la combinación entre el verde botella y el morado claro se veía bien, y el vino desaparecía como mancha. Quizá era algo que hizo consciente, dado su conocimiento de los colores (pensé: debe ver muchos más colores que yo). «Era una mujer encantadora. Este polerón verde era de ella. Se parecía mucho a ti», me dijo, encubriendo un piropo.


Volví del baño y aún no llovía, aunque cada vez la amenaza era mayor: la gente se notaba más presurosa en su andar, para evitar mojarse. Cogí mi tercera copa de vino y le pregunté por un pequeño cuadrito que había a un costado del espejo del baño: era un cuadro pequeño como un naipe inglés, que figuraba una especie de rito tribal africano, o algo así. «Es como un Brueghel en miniatura», le dije en tono jocoso. «¿Brueghel, el viejo, dices?». Reímos. El cuadrito, aunque simple, llamaba mucho la atención porque parecía muy antiguo, aunque bien conservado. «Te llamó la atención porque está maldito. Es una maldición que Olympia trajo a nuestra happy house».


This is the happy house — we’re happy here

In the happy house — oh it’s such fun

We’ve come to play in the happy house

And waste a day in the happy house


«Es un objeto que le regaló una tía que vivió muchos años en África. Se supone que está pintado con sangre de animales. De hecho, hay una parte que se nota que está trabajada con fuego. Es un objeto muy raro que trajo la Olympia. Y está embrujado. No te va a pasar nada, pero está maldito», remarcaba el “maldito” mientras tomaba vino. Sentí que la maldición de la que me hablaba tenía que ver con su separación con Olympia. Se notaba que Celeste y Olympia eran una pareja feliz, en una casa feliz. La casa expresaba en su forma que había sido trabajada por más de una persona. Se notaba que había sectores de la casa que Celeste ya no usaba, quizá no tanto por necesidad como por respeto. Cuando llegué me hizo un pequeño paseo por la casa y noté que dos habitaciones eran bibliotecas: una llena de libros sobre arte y otra con algunos manuales que ponían en grande ANTROPOLOGÍA en su lomo. Supuse que estaban en proceso de negociación, así que me ahorré preguntas.


¿Y el sueño? «¡El sueño! Sí, sí. Era un sueño en que conocía a una persona que me encantaba, me enamoraba en el sueño. No era Olympia. No eras tú, tampoco. No era alguien que conociera, pero sí tenía un chaleco verde como el tuyo, como el polerón de Olympia», se secó los labios con la manga pintada. Esta vez el vino era de un tono más fuerte que el labial. «Y nos conocíamos en el puente. Me decía que la vista desde el puente era como un cuadro de no sé qué pintor y no me atrevía a decirle nada de Brueghel ni nada. La encontraba muy superior espiritualmente a mí. Nunca me había pasado algo así, me enamoré en el sueño. De hecho, en el sueño pasaba un día después de conocerla y le escribía que me había acordado de ella, por cualquier razón. Quería verla de nuevo y ella era muy agradable, me decía que sí. Nos juntamos en un lugar raro, como debajo de un puente de autopista. Estaba nublado, como ahora. No llovía pero, estaba nublado. Y la podía ver de nuevo, en el mismo sueño. Me gustaba mucho. Andaba con unos bototos grandes y unas patas negras que le hacían parecer una persona alargada». Todo lo contrario a una figurita de Brueghel, pensé sin decirlo. «Empezábamos a hablar y todo quedaba en una dimensión intelectual. Eso me acomodó. Cuando desperté me sentí mal porque era un sueño. ¿Te ha pasado eso, de despertar decepcionado porque era sólo un sueño? Bueno, desperté y me di cuenta que Olympia ya no estaba». En ese momento se me cayó la copa de entre las manos y se estrelló de manera histriónica contra el piso, reventándose y estallando los cristales en esquirlas inofensivas. Junto con el ruido de la copa estrellándose contra el piso, empezó el ruido de la lluvia sobre los techos.

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