Un riesgo amenaza toda puesta en escena, sobre todo a la primera de ellas. Un riesgo que nunca ha sido superado, y que nunca lo será: el riesgo de la muerte, a manos de la turba que no logra hacer un corte entre la realidad y la ficción, o más precisamente entre aquella realidad que desconoce el sentido extramoral y esta realidad cuya experimentación es la puesta en escena de la libertad.
Thespis fue el primero en tomar ese riesgo, al hacer de su vida una puesta en escena. Al interpretar su primer personaje, se vio obligado a interpretar el resto de su vida como una actuación sin guión. Cuando fue exiliado de la ciudad por Solón, a causa de su facilidad para perturbar la facultad de discernir del pueblo, tuvo ante sí la pregunta que definiría la forma de las artes dramáticas: «¿Ser, o no ser?». He ahí la cuestión.
Condenado a vagar en su carruaje por tierras sin nombre, Thespis dio forma a la puesta en escena: ya no estaba en eterno exilio, sino interpretando la primera gira de un teatro itinerante.
Ser y no ser son las operaciones que dan forma a la puesta en escena: el que interpreta es, a la vez que no es. Quien se planta en un escenario es lo que interpreta, al mismo tiempo que no lo es; es su propia biografía, en un mundo inmenso que no acepta ficciones, a la vez que no debe responder a ningún elemento que se encuentre por fuera de su interpretación.
¿Ser, o no ser? Ese es el riesgo, el riesgo que los mañanas se deslicen de día en día hasta el último suspiro; el riesgo que nuestros ayeres no sean más que un montón de payasos que han facilitado el paso a la polvorienta muerte. El riesgo que la vida no sea sino una simple sombra que pasa, un cuento relatado por un idiota, lleno de ruido y furia. El riesgo que la vida carezca de sentido.